Oración compuesta subordinada
Consta de dos oraciones: una principal o subordinante que puede tener sentido por sí sola, y otra subordinada cuyo sentido depende de la oración principal.
Las oraciones subordinadas se relacionan con las oraciones subordinantes por medio de enlaces que pueden ser pronombres y adverbios relativos: que, quien el cual, cuyo, donde, como, cuando, cuanto. Existen también algunas conjunciones que pueden servir de enlace para la construcción de oraciones compuestas subordinadas: que, aunque, porque, puesto que, ya que, si, así, a pesar de que, lo mismo que, etc. Ejemplo:
Oración subordinante o principal
Enlace
Oración subordinada
Dijo
que
no iría al seminario
Las oraciones compuestas subordinadas pueden ser de tres clases: adjetivas, adverbiales o sustantivas según que desempeñen la función de un adjetivo, de un adverbio o de un sustantivo.
3.2.1. Oraciones Compuestas Subordinadas Adjetivas
Mediante estas oraciones se puede realizar el proceso de relativización que consiste en incluir una oración subordinada como parte de un sintagma nominal (sujeto o complemento). La oración relativa normalmente está precedida por las palabras que, el cual, la cual, quien, cuyo, cuya, etc. y modifica el nombre de la oración subordinante o principal, como lo haría un adjetivo. Esta modificación puede restringir la extensión y ampliar la comprehensión o añadir cierta información sobre dicho nombre. Este nombre se denomina antecedente.Hay dos clases de subordinadas adjetivas: especificativas y explicativas.
Especificativas. Restringen la extensión del antecedente o de los individuos a los que se refiere el nombre.
Las señoras que estaban cansadas se retiraron
En el anterior ejemplo, el antecedente es señoras y la oración subordinada adjetiva que lo modifica, que estaban cansadas, significa que sólo se retiraron aquellas que estaban cansadas.
Explicativas. Estas oraciones, al igual que las relativas especificativas, proceden de dos oraciones; se diferencian en que éstas no restringen la extensión o sentido del nombre antecedente, sino que agregan cierta circunstancia (causa, motivo, etc.) de lo significado en otra subordinante o principal. Sintácticamente van después del nombre con comas al principio y al final de la explicación. Ejemplo:
Las señoras, que estaban cansadas, se retiraron
Esta oración dice que las señoras (todas) estaban cansadas y que por ese motivo se retiraron.
3.2.2 Oraciones compuestas subordinadas adverbiales o circunstanciales.
Estas oraciones modifican al verbo. Se clasifican de la misma manera que los complementos circunstanciales de la oración simple; por tanto, pertenecen a las siguientes clases: modales, temporales, causales, condicionales, concesivas y locativas.
Oraciones compuestas subordinadas circunstanciales modales Estas oraciones indican cómo se realiza la acción de la predicación principal; pueden expresarse de tres formas básicas:
Conectadas a la principal mediante el adverbio como:
Obraré como me lo aconsejó mi padreLeía como se lo enseñaron.
Encabezadas por un gerundio (-ndo), sin ningún conector.
Se duerme pensando en los huevos del gallo
Mediante una forma infinitiva (ar, er, ir), introducida por una preposición
Ahuyentaron a los ladrones sin disparar un solo tiro
Oraciones compuestas subordinadas circunstanciales temporales. Denotan uno de los tres momentos temporales de la situación de la predicación principal: simultaneidad, anterioridad, posterioridad.
Simultaneidad. En este tipo de oraciones, la acción de la subordinada se realiza al mismo tiempo que la acción de la principal. Esta simultaneidad se puede expresar mediante un conector (cuando, mientras, mientras que, en tanto que) o mediante las formas de gerundio o de infinitivo precedido de la contracción al. Ejemplos:
Mientras exista defenderé mis derechos.Viendo a su padre lloró inconsolablementeLloró inconsolablemente al ver a su padre
Anterioridad. En este tipo de oraciones, la acción expresada en la subordinada corresponde a un tiempo anterior al de la principal. Esta anterioridad puede expresarse por las conjunciones antes de que, antes de (seguido de verbo en forma infinitiva). Ejemplos:
Termina el ejercicio antes de que pasemos al comedorSe pelearon antes de morir el padre.
Posterioridad. Estas oraciones indican que la acción expresada en la subordinada es posterior a la acción denotada en la principal. La posterioridad se expresa mediante las conjunciones después de que, después de (seguido de infinitivo). Ejemplos:
Después de dejar al niño salieron a divertirsePuedes ir al cine después de que termines tu trabajo
Oraciones compuestas subordinadas circunstanciales locativas. Estas oraciones expresan el lugar de la acción contenida en la oración principal. Están encabezadas por el adverbio donde, solo o acompañado de preposiciones: adonde (lugar de destino); de donde (procedencia u origen); hacia donde (dirección); por donde (lugar de tránsito); hasta donde (límite del movimiento o acción). Ejemplos:
Voy adonde tú quierasTú no sabes de dónde vieneCuéntanos hacia donde te diriges Salió por donde le habías advertidoLeamos el libro hasta donde nos dijo el profesor
Oraciones compuestas subordinadas circunstanciales causales. Estas oraciones indican la causa o motivo de una acción. Se expresan mediante tres procedimientos: por medio de un conector: porque, ya que, puesto que, pues; por medio de un verbo en forma infinitiva precedido de la preposición por, y por medio de la forma de gerundio.
Conector porque
Lo despidieron del trabajo porque no rendía
Forma infinitiva, precedido de la preposición por.
Lo despidieron por no rendirLo critican por llevar barba
Forma de gerundio
Viendo que el altímetro no funcionaba, aterrizó
Oraciones compuestas subordinadas circunstanciales consecutivas. Sirven para expresar una consecuencia derivada de la acción anterior. Se expresan mediante los conectores por lo tanto, de suerte que, de modo que, de manera que, así que y que. Ejemplos:
La explicación fue muy clara; de manera que podemos hacer todos los ejercicios.Estamos cansados; por lo tanto, no trabajamos másHacía tanto calor que se quitó la chaqueta.
Oraciones compuestas subordinadas circunstanciales condicionales. Indican la condición que debe cumplirse para que se realice lo expresado en la oración principal. Generalmente se introducen por la conjunción si, siempre y cuando. Ejemplos:
Si mañana hace buen tiempo saldremos tempranoVoy a tu casa con tal de que nos invites a un buen vino
Son oraciones que desempeñan la misma función que tiene un nombre en una oración simple: sujeto, complemento directo.
Oraciones compuestas subordinadas sustantivas con función de sujeto. Representan el sujeto de la oración principal. Estas oraciones están encabezadas por el enlace que y en algunas ocasiones a éste se le antepone un artículo. Ejemplos:
No me agrada que fumes
Me disgusta que llegues tarde
Es probable que no llame
El que fumes no me agrada
El que llegues tarde me disgusta
Lo que tú dices me disgusta mucho
El que no me escribiese es señal de su desinterés
Oraciones compuestas subordinadas sustantivas con función de complemento directo (objetivas). Estas oraciones son exigidas por verbos que denotan declaración tales como decir, afirmar, argüir, asegurar, demostrar, informar, aducir, manifestar. También por verbos que denotan voluntad como: desear, anhelar, ansiar, aspirar, pretender, pedir, querer. Y finalmente, por verbos que denotan procesos mentales como pensar, considerar, creer, calcular, comprender, inquirir, juzgar, imaginar.Hay tres procedimientos para construir las oraciones objetivas:
Mediante la conjunción que
Demostraba que el testigo mentía
Quiero que pienses en mi propuestaImagina que te acaricia una sirena
Con el estilo directo en los verbos de declaración. En este caso la conexión está indicada por dos puntos ( : ) después del verbo: Dijo: " no tengo dinero".
Por medio de la forma infinitiva en los verbos de voluntad y de procesos mentales: Quiero llevar el proceso hasta las últimas consecuencias
3.3. Oración compuesta yuxtapuesta
Está constituida por dos o más oraciones que forman una unidad de sentido. Estas oraciones no están unidas por conjunciones o relativos sino por signos de puntuación.
Vine, vi y vencí.
No vive lejos; vive cerca
Tomamos chocolate; estaba muy rico
Escríbeme; te contestaré enseguida
martes, 3 de noviembre de 2009
domingo, 18 de octubre de 2009
NOBEL DE LITERATURA 2009
Herta Müller nació en Nytzkydorf (Rumanía) en 1953, en el seno de una familia perteneciente a la minoría alemana del país. La convivencia entre dos culturas la llevó, desde muy temprano, a profundizar en el conocimiento de ambos países. Cursó estudios de filología germánica y rumana, y su primer libro, En tierras bajas, se publicó en 1982, tras cuatro años de espera y con supresiones impuestas por la censura rumana. Cuando dos años más tarde la obra se publicó en Alemania, ahora en su versión original, las autoridades rumanas prohibieron a Müller el derecho a publicar. ‘En tierras bajas’ se compone de quince relatos ambientados en una pequeña comunidad rural, en los que la autora narra las vidas de sus habitantes, marcadas por la desesperanza, los conflictos y las relaciones con el Estado:
"No soportamos a los demás ni nos soportamos a nosotros mismos y los otros tampoco nos soportan"
dice a través de la voz de la niña que narra la historia. De hecho, la dictadura de Ceacescu es escenario de buena parte de sus obras, como El ser humano es un gran faisán en el mundo, en donde una familia alemana aguanta, con desesperación, un permiso para abadonar Rumanía. Su última novela publicada, ‘Atemschaukel’, está protagonizada por un joven de 17 años que es enviado a un campo de trabajo en la Unión Soviética, al concluir la Segunda Guerra Mundial.
Ha recibido, entre otros, los premios Aspekte (1984), Ricarda Huch (1987), Roswitha von Gandersheim (1990), Franz Kafka (1999) y Würth (2006). Desde 1987 reside en Berlín.
El Premio Nobel está dotado con diez millones de coronas suecas (980.000 euros) y la ceremonia de entrega tendrá lugar el 10 de diciembre, aniversario de la muerte de su fundador, Alfred Nobel. Es la décima ocasión en que se premia a un autor alemán (el último había sido Günter Grass en 1999).
¿QUÉ MÁS SABES DE ELLA?
"No soportamos a los demás ni nos soportamos a nosotros mismos y los otros tampoco nos soportan"
dice a través de la voz de la niña que narra la historia. De hecho, la dictadura de Ceacescu es escenario de buena parte de sus obras, como El ser humano es un gran faisán en el mundo, en donde una familia alemana aguanta, con desesperación, un permiso para abadonar Rumanía. Su última novela publicada, ‘Atemschaukel’, está protagonizada por un joven de 17 años que es enviado a un campo de trabajo en la Unión Soviética, al concluir la Segunda Guerra Mundial.
Ha recibido, entre otros, los premios Aspekte (1984), Ricarda Huch (1987), Roswitha von Gandersheim (1990), Franz Kafka (1999) y Würth (2006). Desde 1987 reside en Berlín.
El Premio Nobel está dotado con diez millones de coronas suecas (980.000 euros) y la ceremonia de entrega tendrá lugar el 10 de diciembre, aniversario de la muerte de su fundador, Alfred Nobel. Es la décima ocasión en que se premia a un autor alemán (el último había sido Günter Grass en 1999).
¿QUÉ MÁS SABES DE ELLA?
martes, 4 de agosto de 2009
¿Quién es este personaje?
Primera Guerra Mundial
28 de julio de 1914 - 11 de noviembre de 1918
Lugar
Europa, África y Medio Oriente (brevemente en China y las islas del Océano Pacífico)
Resultado
Victoria aliada
Casus belli
Asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria (28 de junio), declaración de guerra austríaca a Serbia (28 de julio) y movilización rusa contra Austria-Hungría (29 de julio).
Cambios territoriales
Disolución de los Imperios Alemán, Austrohúngaro, Otomano y Ruso.
Beligerantes
Potencias Centrales: Imperio Austrohúngaro, Bulgaria, Imperio Alemán, Imperio Otomano
Aliados: Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Canadá, India Británica, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Australia, Terranova, Serbia,Imperio ruso, Italia, Estados Unidos, Montenegro Japón, Rumania, Grecia, Portugal
Comandantes
Francisco José I,Franz Conrad von Hötzendorf, Guillermo II de Alemania, Erich von Falkenhayn, Paul von Hindenburg, Reinhard Scheer, Erich Ludendorff, Mehmed V, İsmail Enver, Mustafa Kemal Atatürk, Fernando I de Bulgaria
Nicolás II de Rusia, Alexéi Alexéievich Brusílov, Philippe Pétain, Georges Clemenceau, Joseph Joffre, Ferdinand Foch, Robert Nivelle, Józef Piłsudski Herbert Henry Asquith, Douglas Haig, John Jellicoe, Víctor Manuel III, Luigi Cadorna, Armando Diaz, Woodrow Wilson, John J. Pershing
Bajas
Soldadosmuertos: 4.386.000heridos: 8.388.000desaparecidos: 3.629.000
Soldadosmuertos: 5.520.000heridos: 12.831.000desaparecidos: 4.121.000
La Primera Guerra Mundial fue un conflicto armado que tuvo lugar entre 1914 y 1918,[2] y que produjo más de 10 millones de bajas. Más de 60 millones de soldados europeos fueron movilizados desde 1914 hasta 1918. Originado en Europa por la rivalidad entre las potencias imperialistas, se transformó en el primero en cubrir más de la mitad del planeta. Fue en su momento el conflicto más sangriento de la historia. Antes de la Segunda Guerra Mundial, esta guerra solía llamarse la Gran Guerra o la Guerra de Guerras.
La guerra comenzó como un enfrentamiento entre Austria-Hungría y Serbia. Rusia se unió al conflicto, pues se consideraba protectora de los países eslavos y deseaba socavar la posición de Austria-Hungría en los Balcanes. Tras la declaración de guerra austrohúngara a Rusia el 1 de agosto de 1914, el conflicto se transformó en un enfrentamiento militar a escala europea. Alemania respondió a Rusia con la guerra, obligada por un pacto secreto contraído con la monarquía de los Habsburgo, y Francia se movilizó para apoyar a su aliada. Las hostilidades involucraron a 32 países, 28 de ellos denominados «Aliados»: Francia, Gran Bretaña, Rusia, Serbia, Bélgica, Canadá, Portugal, Japón, Estados Unidos (desde 1917), así como Italia, que había abandonado la Triple Alianza. Este grupo se enfrentó a la coalición de las «Potencias Centrales», integrada por los imperios Austrohúngaro, Alemán y Otomano, acompañados por Bulgaria.
Escribe un breve comentario sobre las consecuencias que trajo para la humanidad esta guerra. ¿Qué concepción de mundo quedó para los hombres del siglo XX?
Lugar
Europa, África y Medio Oriente (brevemente en China y las islas del Océano Pacífico)
Resultado
Victoria aliada
Casus belli
Asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria (28 de junio), declaración de guerra austríaca a Serbia (28 de julio) y movilización rusa contra Austria-Hungría (29 de julio).
Cambios territoriales
Disolución de los Imperios Alemán, Austrohúngaro, Otomano y Ruso.
Beligerantes
Potencias Centrales: Imperio Austrohúngaro, Bulgaria, Imperio Alemán, Imperio Otomano
Aliados: Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Canadá, India Británica, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Australia, Terranova, Serbia,Imperio ruso, Italia, Estados Unidos, Montenegro Japón, Rumania, Grecia, Portugal
Comandantes
Francisco José I,Franz Conrad von Hötzendorf, Guillermo II de Alemania, Erich von Falkenhayn, Paul von Hindenburg, Reinhard Scheer, Erich Ludendorff, Mehmed V, İsmail Enver, Mustafa Kemal Atatürk, Fernando I de Bulgaria
Nicolás II de Rusia, Alexéi Alexéievich Brusílov, Philippe Pétain, Georges Clemenceau, Joseph Joffre, Ferdinand Foch, Robert Nivelle, Józef Piłsudski Herbert Henry Asquith, Douglas Haig, John Jellicoe, Víctor Manuel III, Luigi Cadorna, Armando Diaz, Woodrow Wilson, John J. Pershing
Bajas
Soldadosmuertos: 4.386.000heridos: 8.388.000desaparecidos: 3.629.000
Soldadosmuertos: 5.520.000heridos: 12.831.000desaparecidos: 4.121.000
La Primera Guerra Mundial fue un conflicto armado que tuvo lugar entre 1914 y 1918,[2] y que produjo más de 10 millones de bajas. Más de 60 millones de soldados europeos fueron movilizados desde 1914 hasta 1918. Originado en Europa por la rivalidad entre las potencias imperialistas, se transformó en el primero en cubrir más de la mitad del planeta. Fue en su momento el conflicto más sangriento de la historia. Antes de la Segunda Guerra Mundial, esta guerra solía llamarse la Gran Guerra o la Guerra de Guerras.
La guerra comenzó como un enfrentamiento entre Austria-Hungría y Serbia. Rusia se unió al conflicto, pues se consideraba protectora de los países eslavos y deseaba socavar la posición de Austria-Hungría en los Balcanes. Tras la declaración de guerra austrohúngara a Rusia el 1 de agosto de 1914, el conflicto se transformó en un enfrentamiento militar a escala europea. Alemania respondió a Rusia con la guerra, obligada por un pacto secreto contraído con la monarquía de los Habsburgo, y Francia se movilizó para apoyar a su aliada. Las hostilidades involucraron a 32 países, 28 de ellos denominados «Aliados»: Francia, Gran Bretaña, Rusia, Serbia, Bélgica, Canadá, Portugal, Japón, Estados Unidos (desde 1917), así como Italia, que había abandonado la Triple Alianza. Este grupo se enfrentó a la coalición de las «Potencias Centrales», integrada por los imperios Austrohúngaro, Alemán y Otomano, acompañados por Bulgaria.
Escribe un breve comentario sobre las consecuencias que trajo para la humanidad esta guerra. ¿Qué concepción de mundo quedó para los hombres del siglo XX?
Recuerdo. Autor Guy de Maupassant
Desde la víspera no habíamos comido nada. Durante todo el día, permanecimos ocultos en un granero, apretados unos contra otros para tener menos frío, los oficiales mezclados con los soldados, y todos reventados de cansancio. Algunos centinelas, tumbados en la nieve, vigilaban los alrededores de la granja abandonada que nos servía de refugio con el fin de evitarnos cualquier sorpresa. Se les relevaba de hora en hora, para que no se adormeciesen. Aquellos de nosotros que podían dormir, dormían; los demás permanecían inmóviles, sentados en el suelo, cruzando alguna frase con sus vecinos de vez en cuando. Desde hacía tres meses la invasión, como un mar desbordado, entraba por todas partes. Eran grandes oleadas de hombres que llegaban unas tras otras, sembrando en torno a ellas una espuma de merodeadores. En cuanto a nosotros, reducidos a doscientos francotiradores de los ochocientos que éramos un mes antes, nos batíamos en retirada, rodeados de enemigos, cercados, perdidos. Necesitábamos, antes del día siguiente, llegar a Blainville, donde esperábamos encontrar aún al general C... Si no conseguíamos recorrer por la noche las doce leguas que nos separaban de la ciudad, o si la división francesa se había alejado, ¡adiós toda esperanza! No podíamos marchar de día, pues la campiña estaba infestada de prusianos. A las cinco de la tarde oscurecía, con esa oscuridad macilenta de la nieve. Los mudos copos blancos caían, caían, sepultándolo todo bajo una gran sábana helada, que seguía espesándose bajo la innumerable multitud y la incesante acumulación de los vaporosos trozos de aquella guata de cristal. A las seis el destacamento se puso en marcha. Cuatro hombres avanzaban de exploradores, solos, trescientos metros por delante. Después venía un pelotón de diez hombres al mando de un teniente, y después el resto de la tropa, en bloque, en desorden, según el cansancio y la largura de los pasos. A cuatrocientos metros, a los flancos, algunos soldados iban de dos en dos. El blanco polvo que caía de las nubes nos revestía por entero, no se fundía sobre los quepis ni sobre los capotes, nos convertía en fantasmas, como espectros de soldados muertos. A veces descansábamos unos minutos. Sólo se oía entonces ese deslizamiento confuso de la nieve que cae, ese rumor casi inasible que forma el entremezclarse de los copos. Algunos hombres se sacudían, otros no se movían. Después circulaba una orden en voz baja. Nos echábamos los fusiles al hombro y, con paso extenuado, reanudábamos la marcha. De pronto los exploradores se replegaron. Algo les preocupaba. Circuló la palabra «¡alto!». Había un gran bosque ante nosotros. Seis hombres salieron de reconocimiento. Esperábamos entre un silencio lúgubre. De repente un grito agudo, un grito femenino, esa desgarradora y vibrante nota que ellas lanzan en sus terrores, atravesó la noche espesada por la nieve. Al cabo de unos minutos trajeron dos prisioneros, un viejo y una jovencita. El capitán los interrogó, siempre en voz baja: «¿Cómo se llama? —Pierre Bernard. —¿Profesión? —Cantinero del conde de Roufé. —¿Es hija suya? —Sí. —¿Qué hace? —Es costurera en el castillo. —¿Y por qué vagabundean así, de noche, vive Díos? —Nos ponemos a salvo. —¿Por qué? —Han pasado esta tarde doce ulanos. Fusilaron a guardias y ahorcaron al jardinero. Yo temí por la pequeña. —¿A dónde van? —A Blainville. —¿Por qué? —Porque dicen que allí hay un ejército francés. —¿Conocen el camino? —Perfectamente. —Basta con eso, Quédese a mi lado.» Y se reanudó la marcha campo a través. El viejo, silencioso, seguía al capitán. Su hija se arrastraba junto a él. De repente ella se detuvo. «Padre, dijo, estoy tan cansada que no puedo seguir adelante.» Y cayó al suelo. Temblaba de frío, y parecía a punto de morir. Su padre quiso llevarla. Pero ni siquiera pudo levantarla. El capitán pateaba, juraba, furioso y apiadado. «¡Maldita sea, no puedo dejarlos reventar aquí!» Se habían alejado algunos hombres; regresaron con ramas cortadas. En un minuto quedó preparada una camilla. El capitán se enterneció: «¡Maldita sea! ¡Ha sido detalle amable! Vamos, muchachos, ¿quién presta ahora su capote? Es para una mujer, ¡vive Dios!» Veinte capotes fueron desabrochados de golpe y arrojados sobre la camilla. En unos segundos la joven, envuelta en aquellas cálidas ropas de soldado, se encontró alzada por seis robustos brazos que la llevaban. Volvimos a emprender la marcha, como si hubiéramos tomado un trago de vino, más gallardos, más alegres. Incluso circulaban bromas, y se despertaba esa alegría que la presencia de una mujer infunde siempre en la sangre francesa. Los soldados ahora marcaban el paso, canturreaban toques de trompeta, caldeados de pronto. Y un viejo francotirador, que seguía a la camilla, esperando su turno para reemplazar al primer camarada que flaqueara, le abrió su corazón a su vecino. «Ya no soy joven, pero no hay como el sexo, condenado tunante, para reanimarnos de los pies a la cabeza.» Hasta las tres de la madrugada avanzamos casi sin descansar; pero, bruscamente, como un jadeo, se susurró de nuevo la voz de mando: «¡Alto!» Después, casi por instinto, todo el mundo se pegó al suelo. Allá abajo, en medio de la llanura, algo se movía. Parecía correr, y como la nieve ya no caía, se distinguía vagamente, muy lejos aún, una apariencia de monstruo que se alargaba como una serpiente, y después, de repente, parecía empequeñecerse, hacerse una bola, extenderse de nuevo con rápido impulso, se detenía de nuevo, y se ponía otra vez en marcha sin cesar. Entre los hombres tumbados corrieron órdenes susurradas; de vez en cuando chasqueaba un ruidito seco y metálico. Bruscamente la forma errante se aproximó, y vimos venir a trote largo, uno detrás de otro, doce ulanos perdidos en la noche. Estaban tan cerca ahora que se oía el resoplar de los caballos, y el sonido de chatarra de las armas, y el crujido del cuero de las sillas. Entonces, la sonora voz del capitán gritó: «¡Fuego, vive Dios!» Y cincuenta disparos de fusil rompieron el silencio helado de los campos; cuatro o cinco detonaciones retrasadas partieron todavía, y después otra, totalmente sola, la última; y cuando se disipó la ceguera de la pólvora inflamada, vimos que los doce hombres, con nueve caballos, habían caído. Tres animales huían a un galope loco, y uno arrastraba detrás, colgado del estribo por el pie, y dando tumbos, el cadáver de su jinete. El capitán gritó, gozoso: «Doce menos, ¡vive Dios!» Un soldado, del grupo, respondió: «¡Y otras tantas viudas!» Otro añadió: «No se necesita mucho tiempo para dar el salto.» Entonces, del fondo de la camilla, bajo el montón de capotes, salió una vocecita soñolienta: «¿Qué pasa, padre? ¿Por qué disparan?» El viejo respondió: «No es nada. Duerme, pequeña. » Y reanudamos la marcha. Caminamos aún cerca de cuatro horas. El cielo palidecía; la nieve se volvía clara, luminosa, reluciente; un viento frío barría las nubes; y un pálido rosa, como un débil lavado de acuarela, se extendía hacia oriente. Una voz lejana gritó de pronto: «¿Quién vive?» Le respondió otra voz. Todo el destacamento hizo alto. Y el propio capitán se adelantó. Esperamos mucho tiempo. Después reanudamos el avance. Pronto divisamos una casucha y ante ella, un puesto francés, arma al brazo. Un comandante a caballo nos miraba desfilar. De repente preguntó: «¿Qué llevan ustedes en esas parihuelas?» Entonces los capotes se movieron; se vieron salir primero dos pequeñas manos que los apartaban, después una cabeza despeinada, rodeada por una nube de cabellos, pero que sonreía y respondía: «Soy yo, señor, he dormido muy bien. No tengo frío.» Una carcajada estalló entre los hombres, una risa de viva satisfacción; y como un entusiasta, para expresar su alegría, vociferaba: «¡Viva la República!», toda la tropa, como asaltada por la locura, bramó frenéticamente: «¡Viva la República!» Han transcurrido doce años. La otra noche, en el teatro, la fina cabeza de una joven rubia despertó en mí un confuso recuerdo, un recuerdo obsesivo, pero indefinible. Pronto me turbó de tal manera el deseo de saber el nombre de aquella mujer, que se lo pregunté a todo el mundo. Alguien me dijo: «Es la vizcondesa de L..., hija del conde de Roufé.» Y todos los detalles de aquella noche de guerra se alzaron en mi memoria, tan claros que se los conté inmediatamente, a fin de que los escribiera para el público, a mi vecino de butaca y amigo, que firma.
Dios ve la verdad pero no la dice cuando quiere.
En la ciudad de Vladimir vivía un joven comerciante, llamado Aksenov. Tenía tres tiendas y una casa. Era un hombre apuesto, de cabellos rizados. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba como el primer cantor de la ciudad. En sus años mozos había bebido mucho, y cuando se emborrachaba, solía alborotar. Pero desde que se había casado, no bebía casi nunca y era muy raro verlo borracho.
Un día, Aksenov iba a ir a una fiesta de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:
-Ivan Dimitrievich: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.
-¿Es que temes que me vaya de juerga? -replicó Aksenov, echándose a reír.
-No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y, en cuanto te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.
-Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.
Tras de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fue.
Cuando hubo recorrido la mitad del camino se encontró con un comerciante conocido, y ambos se detuvieron para pernoctar. Después de tomar el té, fueron a acostarse, en dos habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mucho; se despertó cuando aún era de noche y, para hacer el viaje con la fresca, llamó al cochero y le ordenó enganchar los caballos. Después, arregló las cuentas con el posadero y se fue.
Ya había dejado atrás cuarenta verstas, cuando se detuvo para dar pienso a los caballos; descansó un rato en el zaguán de la posada y, a la hora de comer, pidió un samovar. Luego sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un troika con cascabeles. Se apearon de ella dos soldados y un oficial, que se acercó a Aksenov y le preguntó quién era y de dónde venía. Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta invitó a su interlocutor a tomar una taza de té. Pero él continuó haciendo preguntas. ¿Dónde había pasado aquella noche? ¿Había dormido solo o con algún compañero? ¿Había visto a éste de madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada? Aksenov se sorprendió de que le preguntan todo aquello.
-¿Por qué me interroga? -inquirió a su vez-. No soy ningún ladrón, ni tampoco un bandido. Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.
-Soy jefe de policía y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante con el que pasaste la noche -replicó el oficial-: quiero ver tus cosas -añadió después de llamar a los soldados y de ordenarles que lo registraran de arriba abajo.
Entraron en la posada y revolvieron las cosas de la maleta y del saco de viaje de Aksenov. De pronto, el jefe de policía encontró un cuchillo en el saco.
-¿De quién es esto? -exclamó.
Aksenov se horrorizó al ver que habían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.
-¿Por qué está manchado de sangre? -preguntó el jefe de policía.
Aksenov apenas pudo balbucir lo siguiente:
-Yo... yo no sé... yo... este cu... no es mío...
-De madrugada han encontrado al comerciante, degollado en su cama. La pieza donde ustedes pernoctaron estaba cerrada por dentro y nadie ha entrado en ella, salvo ustedes dos. Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu cara, se ve que eres culpable. Dime cómo lo has matado y qué cantidad de dinero le quitaste.
Aksenov juró que no había cometido ese crimen; que no había vuelto a ver al comerciante, después de haber tomado el té con él: que los ocho mil rublos que llevaba eran de su propiedad y que el cuchillo no le pertenecía. Pero, al decir esto, se le quebraba la voz, estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.
El jefe de policía ordenó a los soldados que ataran a Aksenov y lo llevaran a la troika. Cuando lo arrojaron en el vehículo con los pies atados, se persignó y se echó a llorar. Le quitaron todas las cosas y el dinero, y lo encerraron en la cárcel de la ciudad más cercana. Pidieron informes de Aksenov en la ciudad de Vladimir. Tanto los comerciantes, como la demás gente de la ciudad, dijeron que, aunque de mozo se había dado a la bebida, era un hombre bueno. Juzgaron a Aksenov por haber matado a un comerciante de Riazan y por haberle robado veinte mil rublos.
Su mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad, y el más pequeño, de pecho. Se dirigió con todos ellos a la ciudad en que Aksenov se hallaba detenido. Al principio, no le permitieron verlo; pero, tras muchas súplicas, los jefes de la prisión lo llevaron a su presencia. Al verlo vestido de presidiario y encadenado, la pobre mujer se desplomó y tardó mucho en recobrarse. Después, con los niños en torno suyo, se sentó junto a él, lo puso al tanto de los pormenores de la casa y le hizo algunas preguntas. Aksenov relató a su vez, con todo detalle, lo que le había ocurrido.
-¿Qué pasará ahora? -preguntó la mujer.
-Hay que pedir clemencia al zar. No es posible que perezca un hombre inocente.
La mujer le explicó que había hecho una instancia; pero que no había llegado a manos del zar.
-No en vano soñé que se te había vuelto el pelo blanco, ¿te acuerdas? Has encanecido de verdad. No debiste hacer ese viaje -exclamó ella; y, luego, acariciando la cabeza de su marido, añadió-: Mi querido Vania, dime la verdad, ¿fuiste tú?
-¿Eres capaz de pensar que he sido yo? -exclamó Aksenov; y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.
Al cabo de un rato, un soldado ordenó a la mujer y a los hijos de Aksenov que se fueran. Esta fue la última vez que Aksenov vio a su familia.
Posteriormente, recordó la conversación que había sostenido con su mujer y que también ella había sospechado de él, y se dijo: «Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la verdad. Sólo a Él hay que rogarle y sólo de Él esperar misericordia». Desde entonces, dejó de presentar solicitudes y de tener esperanzas. Se limitó a rogar a Dios.
Lo condenaron a ser azotado y a trabajos forzados. Cuando le cicatrizaron las heridas de la paliza, fue deportado a Siberia en compañía de otros presos.
Vivió veintiséis años en Siberia; los cabellos se le tornaron blancos como la nieve y le creció una larga barba, rala y canosa. Su alegría se disipó por completo. Andaba lentamente y muy encorvado; y hablaba poco. Nunca reía, y, a menudo, rogaba a Dios.
En el cautiverio aprendió a hacer botas: y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio, compró el Libro de los mártires, que solía leer cuando había luz en su celda. Los días festivos iba a la iglesia de la prisión, leía el Libro de los apóstoles y cantaba en el coro. Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la prisión querían a Aksenov por su carácter tranquilo. Sus compañeros lo llamaban «abuelito» y «hombre de Dios». Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban como representante y, si surgía alguna pelea entre ellos, acudían a él para que pusiera paz.
Aksenov no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vivían.
Un día trajeron a unos prisioneros nuevos a Siberia. Por la noche, todos se reunieron en torno a ellos y les preguntaron de dónde venían y cuál era el motivo de su condena. Aksenov acudió también junto a los nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada, escuchó lo que decían.
Uno de los recién llegados era un viejo, bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba una barba corta entrecana. Contó por qué lo habían detenido.
-Amigos míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté el caballo de un trineo y me acusaron de haberlo robado. Expliqué que había hecho aquello porque tenía prisa en llegar a determinado lugar. Además, el cochero era amigo mío. No creía haber hecho nada malo; sin embargo, me acusaron de robo. En cambio, las autoridades no saben dónde ni cuándo robé de verdad. Hace tiempo cometí un delito, por el que hubiera debido haber estado aquí. Pero ahora me han condenado injustamente.
-¿De dónde eres? -preguntó uno de los prisioneros.
-De la ciudad de Vladimir. Me dedicaba al comercio. Me llamo Makar Semionovich.
Aksenov preguntó levantando la cabeza:
-¿Has oído hablar allí de los Aksenov?
-¡Claro que sí! Es una familia acomodada, a pesar de que el padre está en Siberia. Debe ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo. ¿Por qué estás aquí?
A Aksenov no le gustaba hablar de su desgracia.
-Hace veinte años que estoy en Siberia a causa de mis pecados -dijo suspirando.
-¿Qué delito has cometido? -preguntó Makar Semionovich.
-Si estoy aquí, será que lo merezco -exclamó Aksenov, poniendo fin a la conversación.
Pero los prisioneros explicaron a Makar Semionovich por qué se encontraba Aksenov en Siberia; una vez que iba de viaje, alguien mató a un comerciante y escondió el cuchillo ensangrentado entre las cosas de Aksenov. Por ese motivo, lo habían condenado injustamente.
-¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¡Cómo has envejecido, abuelito! -exclamó Makar Semionovich, después de examinar a Aksenov; y le dio una palmada en las rodillas.
Todos le preguntaron de qué se asombraba y dónde había visto a Aksenov; pero Makar Semionovich se limitó a decir:
-Es extraño, amigos míos, que nos hayamos tenido que encontrar aquí.
Al oír las palabras de Makar Semionovich, Aksenov pensó que tal vez supiera quién había matado al comerciante.
-Makar Semionovich: ¿has oído hablar de esto antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna parte? -preguntó.
-El mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho tiempo que oí hablar de ello, y ya casi no me acuerdo.
-Tal vez sepas quién mató al comerciante.
-Sin duda ha sido aquel entre cuyas cosas encontraron el cuchillo -replicó Makar Semionovich, echándose a reír-. Incluso si alguien lo metió allí. Cómo no lo han cogido, no le consideran culpable. ¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu saco si lo tenías debajo de la cabeza? Lo habrías notado.
Cuando Aksenov oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se alejó. Aquella noche no pudo dormir. Le invadió una gran tristeza. Se representó a su mujer, tal como era cuando la acompañó, por última vez, a una feria. La veía como si estuviese ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se imaginó a sus hijos como eran entonces, pequeños aún, uno vestido con una chaqueta y el otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y alegre; y el día en que hablaba sentado en el balcón de la posada, tocando la guitarra, y vinieron a detenerle. Recordó cómo lo azotaron y le pareció volver a ver al verdugo, a la gente que estaba alrededor, a los presos... Se le representó toda su vida durante aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fue tal su desesperación, al pensar en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.
«Todo lo que me ha ocurrido ha sido por este malhechor», pensó.
Sintió una ira invencible contra Makar Semionovich y quiso vengarse de él, aunque esta venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando, pero no logró tranquilizarse. Al día siguiente, no se acercó para nada a Makar Semionovich, y procuró no mirarlo siquiera.
Así transcurrieron dos semanas. Aksenov no podía dormir y era tan grande su desesperación, que no sabía qué hacer.
Una noche empezó a pasear por la sala. De pronto vio que caía tierra debajo de un catre. Se detuvo para ver qué era aquello. Súbitamente, Makar Semionovich salió de debajo del catre y miró a Aksenov con expresión de susto. Éste quiso alejarse; pero Makar Semionovich, cogiéndole de la mano, le contó que había socavado un paso debajo de los muros y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra metida en las botas.
-Si me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias, me azotarán; pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.
Viendo ante sí al hombre que le había hecho tanto daño, Aksenov tembló de pies a cabeza. Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó.
-No tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste. Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios me de a entender.
Al día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta de que Makar Semionovich llevaba tierra en las cañas de las botas. Después de una serie de búsquedas, encontraron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de la prisión para interrogar a los presos. Todos se negaron a hablar. Los que sabían que era Makar Semionovich, no lo delataron, porque les constaba que lo azotarían hasta dejarlo medio muerto. Entonces, el jefe de la prisión se dirigió a Aksenov. Sabía que era veraz.
-Abuelo, tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si estuvieras ante Dios.
Makar Semionovich miraba el jefe de la prisión como si tal cosa; no se volvió siquiera hacia Aksenov. A éste le temblaron las manos y los labios. Durante largo rato no pudo pronunciar ni una sola palabra, «¿Por qué no delatarle cuando él me ha perdido? Que pague por todo lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo delato, lo azotarán. ¿Y si lo acuso injustamente? Además, ¿acaso eso aliviaría mi situación?», pensó.
-Anda viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? -preguntó, de nuevo, el jefe.
-No puedo, excelencia -replicó Aksenov, después de mirar a Makar Semionovich-. Dios no quiere que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es quien manda.
A pesar de las reiteradas insistencias del jefe, Aksenov no dijo nada más. Y no se enteraron de quién había cavado el subterráneo.
A la noche siguiente, cuando Aksenov se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien se había acercado, sentándose a sus pies. Miró y reconoció a Makar Semionovich.
-¿Qué más quieres? ¿Para qué has venido? -exclamó.
Makar Semionovich guardaba silencio.
-¿Qué quieres? ¡Lárgate! Si no te vas, llamaré al soldado -insistió Aksenov, incorporándose.
Makar Semionovich se acerco a Aksenov; y le dijo, en un susurro:
-¡Iván Dimitrievich, perdóname!
-¿Qué tengo que perdonarte?
-Fui yo quien mató al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus cosas. Iba a matarte a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cuchillo en tu saco; y salí por la ventana.
Aksenov no supo qué decir. Makar Semionovich se puso en pie e, inclinándose hasta tocar el suelo, exclamó:
-Iván Dimitrievich, perdóname, ¡perdóname, por Dios! Confesaré que maté al comerciante y te pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.
-¡Qué fácil es hablar! ¿Dónde quieres que vaya ahora?... Mi mujer ha muerto, probablemente; y mis hijos me habrán olvidado... No tengo adónde ir...
Sin cambiar de postura, Makar Semionovich golpeaba el suelo con la cabeza repitiendo:
-Iván Dimitrievich, perdóname. Me fue más fácil soportar los azotes, cuando me pegaron, que mirarte en este momento. Por si es poco, te apiadaste de mí y no me has delatado. ¡Perdóname en nombre de Cristo! Perdóname a mí, que soy un malhechor.
Makar Semionovich se echó a llorar. Al oír sus sollozos, también Aksenov se deshizo en lágrimas.
-Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú -dijo.
Repentinamente un gran bienestar invadió su alma. Dejó de añorar su casa. Ya no sentía deseos de salir de la prisión; sólo esperaba que llegase su último momento.
Makar Semionovich no hizo caso a Aksenov y confesó su crimen. Pero cuando llegó la orden de libertad, Aksenov había muerto ya.
FIN
León Tolstoi
Un día, Aksenov iba a ir a una fiesta de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:
-Ivan Dimitrievich: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.
-¿Es que temes que me vaya de juerga? -replicó Aksenov, echándose a reír.
-No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y, en cuanto te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.
-Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.
Tras de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fue.
Cuando hubo recorrido la mitad del camino se encontró con un comerciante conocido, y ambos se detuvieron para pernoctar. Después de tomar el té, fueron a acostarse, en dos habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mucho; se despertó cuando aún era de noche y, para hacer el viaje con la fresca, llamó al cochero y le ordenó enganchar los caballos. Después, arregló las cuentas con el posadero y se fue.
Ya había dejado atrás cuarenta verstas, cuando se detuvo para dar pienso a los caballos; descansó un rato en el zaguán de la posada y, a la hora de comer, pidió un samovar. Luego sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un troika con cascabeles. Se apearon de ella dos soldados y un oficial, que se acercó a Aksenov y le preguntó quién era y de dónde venía. Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta invitó a su interlocutor a tomar una taza de té. Pero él continuó haciendo preguntas. ¿Dónde había pasado aquella noche? ¿Había dormido solo o con algún compañero? ¿Había visto a éste de madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada? Aksenov se sorprendió de que le preguntan todo aquello.
-¿Por qué me interroga? -inquirió a su vez-. No soy ningún ladrón, ni tampoco un bandido. Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.
-Soy jefe de policía y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante con el que pasaste la noche -replicó el oficial-: quiero ver tus cosas -añadió después de llamar a los soldados y de ordenarles que lo registraran de arriba abajo.
Entraron en la posada y revolvieron las cosas de la maleta y del saco de viaje de Aksenov. De pronto, el jefe de policía encontró un cuchillo en el saco.
-¿De quién es esto? -exclamó.
Aksenov se horrorizó al ver que habían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.
-¿Por qué está manchado de sangre? -preguntó el jefe de policía.
Aksenov apenas pudo balbucir lo siguiente:
-Yo... yo no sé... yo... este cu... no es mío...
-De madrugada han encontrado al comerciante, degollado en su cama. La pieza donde ustedes pernoctaron estaba cerrada por dentro y nadie ha entrado en ella, salvo ustedes dos. Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu cara, se ve que eres culpable. Dime cómo lo has matado y qué cantidad de dinero le quitaste.
Aksenov juró que no había cometido ese crimen; que no había vuelto a ver al comerciante, después de haber tomado el té con él: que los ocho mil rublos que llevaba eran de su propiedad y que el cuchillo no le pertenecía. Pero, al decir esto, se le quebraba la voz, estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.
El jefe de policía ordenó a los soldados que ataran a Aksenov y lo llevaran a la troika. Cuando lo arrojaron en el vehículo con los pies atados, se persignó y se echó a llorar. Le quitaron todas las cosas y el dinero, y lo encerraron en la cárcel de la ciudad más cercana. Pidieron informes de Aksenov en la ciudad de Vladimir. Tanto los comerciantes, como la demás gente de la ciudad, dijeron que, aunque de mozo se había dado a la bebida, era un hombre bueno. Juzgaron a Aksenov por haber matado a un comerciante de Riazan y por haberle robado veinte mil rublos.
Su mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad, y el más pequeño, de pecho. Se dirigió con todos ellos a la ciudad en que Aksenov se hallaba detenido. Al principio, no le permitieron verlo; pero, tras muchas súplicas, los jefes de la prisión lo llevaron a su presencia. Al verlo vestido de presidiario y encadenado, la pobre mujer se desplomó y tardó mucho en recobrarse. Después, con los niños en torno suyo, se sentó junto a él, lo puso al tanto de los pormenores de la casa y le hizo algunas preguntas. Aksenov relató a su vez, con todo detalle, lo que le había ocurrido.
-¿Qué pasará ahora? -preguntó la mujer.
-Hay que pedir clemencia al zar. No es posible que perezca un hombre inocente.
La mujer le explicó que había hecho una instancia; pero que no había llegado a manos del zar.
-No en vano soñé que se te había vuelto el pelo blanco, ¿te acuerdas? Has encanecido de verdad. No debiste hacer ese viaje -exclamó ella; y, luego, acariciando la cabeza de su marido, añadió-: Mi querido Vania, dime la verdad, ¿fuiste tú?
-¿Eres capaz de pensar que he sido yo? -exclamó Aksenov; y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.
Al cabo de un rato, un soldado ordenó a la mujer y a los hijos de Aksenov que se fueran. Esta fue la última vez que Aksenov vio a su familia.
Posteriormente, recordó la conversación que había sostenido con su mujer y que también ella había sospechado de él, y se dijo: «Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la verdad. Sólo a Él hay que rogarle y sólo de Él esperar misericordia». Desde entonces, dejó de presentar solicitudes y de tener esperanzas. Se limitó a rogar a Dios.
Lo condenaron a ser azotado y a trabajos forzados. Cuando le cicatrizaron las heridas de la paliza, fue deportado a Siberia en compañía de otros presos.
Vivió veintiséis años en Siberia; los cabellos se le tornaron blancos como la nieve y le creció una larga barba, rala y canosa. Su alegría se disipó por completo. Andaba lentamente y muy encorvado; y hablaba poco. Nunca reía, y, a menudo, rogaba a Dios.
En el cautiverio aprendió a hacer botas: y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio, compró el Libro de los mártires, que solía leer cuando había luz en su celda. Los días festivos iba a la iglesia de la prisión, leía el Libro de los apóstoles y cantaba en el coro. Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la prisión querían a Aksenov por su carácter tranquilo. Sus compañeros lo llamaban «abuelito» y «hombre de Dios». Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban como representante y, si surgía alguna pelea entre ellos, acudían a él para que pusiera paz.
Aksenov no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vivían.
Un día trajeron a unos prisioneros nuevos a Siberia. Por la noche, todos se reunieron en torno a ellos y les preguntaron de dónde venían y cuál era el motivo de su condena. Aksenov acudió también junto a los nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada, escuchó lo que decían.
Uno de los recién llegados era un viejo, bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba una barba corta entrecana. Contó por qué lo habían detenido.
-Amigos míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté el caballo de un trineo y me acusaron de haberlo robado. Expliqué que había hecho aquello porque tenía prisa en llegar a determinado lugar. Además, el cochero era amigo mío. No creía haber hecho nada malo; sin embargo, me acusaron de robo. En cambio, las autoridades no saben dónde ni cuándo robé de verdad. Hace tiempo cometí un delito, por el que hubiera debido haber estado aquí. Pero ahora me han condenado injustamente.
-¿De dónde eres? -preguntó uno de los prisioneros.
-De la ciudad de Vladimir. Me dedicaba al comercio. Me llamo Makar Semionovich.
Aksenov preguntó levantando la cabeza:
-¿Has oído hablar allí de los Aksenov?
-¡Claro que sí! Es una familia acomodada, a pesar de que el padre está en Siberia. Debe ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo. ¿Por qué estás aquí?
A Aksenov no le gustaba hablar de su desgracia.
-Hace veinte años que estoy en Siberia a causa de mis pecados -dijo suspirando.
-¿Qué delito has cometido? -preguntó Makar Semionovich.
-Si estoy aquí, será que lo merezco -exclamó Aksenov, poniendo fin a la conversación.
Pero los prisioneros explicaron a Makar Semionovich por qué se encontraba Aksenov en Siberia; una vez que iba de viaje, alguien mató a un comerciante y escondió el cuchillo ensangrentado entre las cosas de Aksenov. Por ese motivo, lo habían condenado injustamente.
-¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¡Cómo has envejecido, abuelito! -exclamó Makar Semionovich, después de examinar a Aksenov; y le dio una palmada en las rodillas.
Todos le preguntaron de qué se asombraba y dónde había visto a Aksenov; pero Makar Semionovich se limitó a decir:
-Es extraño, amigos míos, que nos hayamos tenido que encontrar aquí.
Al oír las palabras de Makar Semionovich, Aksenov pensó que tal vez supiera quién había matado al comerciante.
-Makar Semionovich: ¿has oído hablar de esto antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna parte? -preguntó.
-El mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho tiempo que oí hablar de ello, y ya casi no me acuerdo.
-Tal vez sepas quién mató al comerciante.
-Sin duda ha sido aquel entre cuyas cosas encontraron el cuchillo -replicó Makar Semionovich, echándose a reír-. Incluso si alguien lo metió allí. Cómo no lo han cogido, no le consideran culpable. ¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu saco si lo tenías debajo de la cabeza? Lo habrías notado.
Cuando Aksenov oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se alejó. Aquella noche no pudo dormir. Le invadió una gran tristeza. Se representó a su mujer, tal como era cuando la acompañó, por última vez, a una feria. La veía como si estuviese ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se imaginó a sus hijos como eran entonces, pequeños aún, uno vestido con una chaqueta y el otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y alegre; y el día en que hablaba sentado en el balcón de la posada, tocando la guitarra, y vinieron a detenerle. Recordó cómo lo azotaron y le pareció volver a ver al verdugo, a la gente que estaba alrededor, a los presos... Se le representó toda su vida durante aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fue tal su desesperación, al pensar en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.
«Todo lo que me ha ocurrido ha sido por este malhechor», pensó.
Sintió una ira invencible contra Makar Semionovich y quiso vengarse de él, aunque esta venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando, pero no logró tranquilizarse. Al día siguiente, no se acercó para nada a Makar Semionovich, y procuró no mirarlo siquiera.
Así transcurrieron dos semanas. Aksenov no podía dormir y era tan grande su desesperación, que no sabía qué hacer.
Una noche empezó a pasear por la sala. De pronto vio que caía tierra debajo de un catre. Se detuvo para ver qué era aquello. Súbitamente, Makar Semionovich salió de debajo del catre y miró a Aksenov con expresión de susto. Éste quiso alejarse; pero Makar Semionovich, cogiéndole de la mano, le contó que había socavado un paso debajo de los muros y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra metida en las botas.
-Si me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias, me azotarán; pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.
Viendo ante sí al hombre que le había hecho tanto daño, Aksenov tembló de pies a cabeza. Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó.
-No tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste. Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios me de a entender.
Al día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta de que Makar Semionovich llevaba tierra en las cañas de las botas. Después de una serie de búsquedas, encontraron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de la prisión para interrogar a los presos. Todos se negaron a hablar. Los que sabían que era Makar Semionovich, no lo delataron, porque les constaba que lo azotarían hasta dejarlo medio muerto. Entonces, el jefe de la prisión se dirigió a Aksenov. Sabía que era veraz.
-Abuelo, tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si estuvieras ante Dios.
Makar Semionovich miraba el jefe de la prisión como si tal cosa; no se volvió siquiera hacia Aksenov. A éste le temblaron las manos y los labios. Durante largo rato no pudo pronunciar ni una sola palabra, «¿Por qué no delatarle cuando él me ha perdido? Que pague por todo lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo delato, lo azotarán. ¿Y si lo acuso injustamente? Además, ¿acaso eso aliviaría mi situación?», pensó.
-Anda viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? -preguntó, de nuevo, el jefe.
-No puedo, excelencia -replicó Aksenov, después de mirar a Makar Semionovich-. Dios no quiere que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es quien manda.
A pesar de las reiteradas insistencias del jefe, Aksenov no dijo nada más. Y no se enteraron de quién había cavado el subterráneo.
A la noche siguiente, cuando Aksenov se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien se había acercado, sentándose a sus pies. Miró y reconoció a Makar Semionovich.
-¿Qué más quieres? ¿Para qué has venido? -exclamó.
Makar Semionovich guardaba silencio.
-¿Qué quieres? ¡Lárgate! Si no te vas, llamaré al soldado -insistió Aksenov, incorporándose.
Makar Semionovich se acerco a Aksenov; y le dijo, en un susurro:
-¡Iván Dimitrievich, perdóname!
-¿Qué tengo que perdonarte?
-Fui yo quien mató al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus cosas. Iba a matarte a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cuchillo en tu saco; y salí por la ventana.
Aksenov no supo qué decir. Makar Semionovich se puso en pie e, inclinándose hasta tocar el suelo, exclamó:
-Iván Dimitrievich, perdóname, ¡perdóname, por Dios! Confesaré que maté al comerciante y te pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.
-¡Qué fácil es hablar! ¿Dónde quieres que vaya ahora?... Mi mujer ha muerto, probablemente; y mis hijos me habrán olvidado... No tengo adónde ir...
Sin cambiar de postura, Makar Semionovich golpeaba el suelo con la cabeza repitiendo:
-Iván Dimitrievich, perdóname. Me fue más fácil soportar los azotes, cuando me pegaron, que mirarte en este momento. Por si es poco, te apiadaste de mí y no me has delatado. ¡Perdóname en nombre de Cristo! Perdóname a mí, que soy un malhechor.
Makar Semionovich se echó a llorar. Al oír sus sollozos, también Aksenov se deshizo en lágrimas.
-Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú -dijo.
Repentinamente un gran bienestar invadió su alma. Dejó de añorar su casa. Ya no sentía deseos de salir de la prisión; sólo esperaba que llegase su último momento.
Makar Semionovich no hizo caso a Aksenov y confesó su crimen. Pero cuando llegó la orden de libertad, Aksenov había muerto ya.
FIN
León Tolstoi
Cuento: LA CORISTA de Anton Chejov
En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.
-¿Qué desea? -preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos-. ¿Qué marido? - repitió, empezando a temblar.
-Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.
-No... no, señora... Yo... no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.
-Yo... no sé por quién pregunta.
-Usted es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.
-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.
-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...
-No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.
-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.
-Hum... -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.
-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
-¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
-Es usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.
-Pasteles... -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.
«¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella misma rompió en sollozos.
-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas-. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
-Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
-Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo, dígame?
-Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...
-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.
-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! -gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.
FIN
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.
-¿Qué desea? -preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos-. ¿Qué marido? - repitió, empezando a temblar.
-Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.
-No... no, señora... Yo... no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.
-Yo... no sé por quién pregunta.
-Usted es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.
-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.
-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...
-No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.
-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.
-Hum... -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.
-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
-¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
-Es usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.
-Pasteles... -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.
«¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella misma rompió en sollozos.
-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas-. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
-Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
-Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo, dígame?
-Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...
-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.
-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! -gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.
FIN
viernes, 10 de julio de 2009
CANCIÓN DE OTOÑO EN PRIMAVERA
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
Plural ha sido la celeste
historia de mi corazón.
Era una dulce niña, en este
mundo de duelo y de aflicción.
Miraba como el alba pura;
sonreía como una flor.
Era su cabellera obscura
hecha de noche y de dolor.
Yo era tímido como un niño.
Ella, naturalmente, fue,
para mi amor hecho de armiño,
Herodías y Salomé...
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
Y más consoladora y más
halagadora y expresiva,
la otra fue más sensitiva
cual no pensé encontrar jamás.
Pues a su continua ternura
una pasión violenta unía.
En un peplo de gasa pura
una bacante se envolvía...
En sus brazos tomó mi ensueño
y lo arrulló como a un bebé...
Y te mató, triste y pequeño,
falto de luz, falto de fe...
Juventud, divino tesoro,
¡te fuiste para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
Otra juzgó que era mi boca
el estuche de su pasión;
y que me roería, loca,
con sus dientes el corazón.
Poniendo en un amor de exceso
la mira de su voluntad,
mientras eran abrazo y beso
síntesis de la eternidad;
y de nuestra carne ligera
imaginar siempre un Edén,
sin pensar que la Primavera
y la carne acaban también...
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer.
¡Y las demás! En tantos climas,
en tantas tierras siempre son,
si no pretextos de mis rimas
fantasmas de mi corazón.
En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!
Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin
con el cabello gris, me acerco
a los rosales del jardín...
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
¡Mas es mía el Alba de oro!
Autor: Rubén Darío (Modernismo)
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
Plural ha sido la celeste
historia de mi corazón.
Era una dulce niña, en este
mundo de duelo y de aflicción.
Miraba como el alba pura;
sonreía como una flor.
Era su cabellera obscura
hecha de noche y de dolor.
Yo era tímido como un niño.
Ella, naturalmente, fue,
para mi amor hecho de armiño,
Herodías y Salomé...
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
Y más consoladora y más
halagadora y expresiva,
la otra fue más sensitiva
cual no pensé encontrar jamás.
Pues a su continua ternura
una pasión violenta unía.
En un peplo de gasa pura
una bacante se envolvía...
En sus brazos tomó mi ensueño
y lo arrulló como a un bebé...
Y te mató, triste y pequeño,
falto de luz, falto de fe...
Juventud, divino tesoro,
¡te fuiste para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
Otra juzgó que era mi boca
el estuche de su pasión;
y que me roería, loca,
con sus dientes el corazón.
Poniendo en un amor de exceso
la mira de su voluntad,
mientras eran abrazo y beso
síntesis de la eternidad;
y de nuestra carne ligera
imaginar siempre un Edén,
sin pensar que la Primavera
y la carne acaban también...
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer.
¡Y las demás! En tantos climas,
en tantas tierras siempre son,
si no pretextos de mis rimas
fantasmas de mi corazón.
En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!
Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin
con el cabello gris, me acerco
a los rosales del jardín...
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
¡Mas es mía el Alba de oro!
Autor: Rubén Darío (Modernismo)
miércoles, 27 de mayo de 2009
jueves, 30 de abril de 2009
El Barroco español (1600-1690)
España disfruta de un largo y fructífero Barroco, plagado de grandes figuras de la pintura universal y de interesantes Escuelas regionales que prolongan su influencia hasta bien entrado el siglo XVIII. El siglo XVII fue de profunda crisis económica en la península; sin embargo, recibió el apodo de Siglo de Oro en el terreno religioso, cultural, artístico, literario, etc. La Reforma católica tuvo sus principales teólogos en España y sus postulados rigieron la codificación artística en nuestro país más allá que en cualquier otra nación del ámbito católico europeo. A esta situación contribuyó el hecho de que el absolutismo monárquico predominante en toda Europa se viera más atenuado ante el poder eclesiástico. Tal situación influye de manera determinante sobre las artes, que serán encargadas en un 90% por la Iglesia, lo que marca el predominio del tema religioso en detrimento de la mitología, pinturas de guerra y profanas. Los óleos encargados son con frecuencia de gran tamaño; emplean colores vivos y muy variados, resaltados por varios focos de luz que provienen de todos los lados, contrarrestándose unos a otros, creando grandes sombras y zonas iluminadas. Los personajes aparecen en posturas muy dinámicas, con rostros y gestos muy expresivos puesto que el Barroco es la época del sentimiento. Las composiciones grandiosas, con personajes vestidos ricamente, en alegorías religiosas o mitológicas, las grandes escenas de corte o de batalla, son los ejemplos más evidentes del arte barroco. Sobre este tema en particular resulta muy conocido el cuadro de Velázquez llamado Las Lanzas. Los principales focos productores de pintura fueron las capitales Sevilla y Madrid por motivos económicos y administrativos. Los temas, como se ha dicho, son en su mayor parte religiosos. La tipología, dentro de esta temática, es variada. La más importante es el retablo, de origen gótico y mantenido durante el Renacimiento. La diferencia con los estilos anteriores es que el retablo barroco tiene menos escenas y de mayor tamaño, lo que ayuda a que sean "leídos" por el fiel; además, los santos a los que se dedican son menos conocidos, frecuentemente por responder al nombre del cliente. También las composiciones son diferentes, más complicadas y atendiendo a la normativa contrarreformista: colorido, naturalismo, cercanía al fiel para facilitarle el acceso al dogma católico... Tras el retablo, el encargo más apetecible para un autor es la serie monástica, que puede abarcar desde la decena hasta el centenar de lienzos que se han de colocar en el monasterio contratante. El tema, por supuesto, son los santos, fundadores y figuras célebres de la Orden en cuestión. Era posible combinar formatos, dependiendo de la estancia a decorar. Series conventuales completas no son habituales y lo más frecuente es encontrarlas dispersas, como los monjes mercedarios de Zurbarán que podemos contemplar en la Real Academia de Bellas Artes de Madrid. El bodegón, del que destacan por su calidad los de las Escuelas sevillana y madrileña, el retrato a lo divino (nobles, ricos, reyes que se retratan con el aspecto del santo de su devoción) y los cuadritos de devoción encargados por particulares, son el resto de posibles encargos religiosos de este período. Las pinturas de mitología, guerra o profanas son bastante escasas, con frecuencia de autores italianos y siempre debidas al encargo directo de la Corte con motivo de decoraciones palaciegas. Las influencias más evidentes en el Barroco español son de la sempiterna pintura flamenca, de hondo arraigo tradicional por su relación política con las regiones de los Países Bajos, cuyo estilo de esta época, el Barroco flamenco, proporciona modelos a los españoles, en mayor medida quizá de lo que pudo influirles el Barroco italiano. A esto se añade la entrada masiva de obras y autores italianos en la segunda mitad del siglo XVII y la llegada de Rubens a la Corte madrileña, desde la cual las innovaciones de su obra se extienden por todo el territorio nacional. Como se indicaba al principio, el Siglo de Oro fue ilustrado con algunas de las mejores figuras del arte. Contó con una generación de pintores, nacidos en su mayoría en la década de 1590 y por tanto activos hasta 1650-1660. Son pintores como Zurbarán, Velázquez, Alonso Cano, Ribera o Murillo (más joven que los anteriores)... precedidos y seguidos por una pléyade de autores forzosamente ensombrecidos por su genialidad, pero no por ello carentes de calidad. Estos autores son emblemáticos de las Escuelas ya citadas, y por sí mismos describen un espíritu de época que se vio continuado hasta el siglo siguiente y que ha inspirado a los pintores de todo el mundo hasta nuestros días.
martes, 14 de abril de 2009
La mujer en la época colonial.
LITERATURA
La mujer en la colonia
Por M. Ángeles Vázquez
Durante las primeras décadas del siglo xvi la corona española estimuló la emigración familiar para evitar que los conquistadores se mezclaran con las nativas, para mantener la pureza de sangre y la garantía de una continuidad cultural. A pesar de todo, el número de mujeres que llegó a América es escaso. Por tanto, las relaciones sexuales interétnicas fueron una constante durante la época colonial.
Según el historiador chileno Luis Vitale, las mujeres blancas que desembarcan en América, lo hacen con la intención de establecerse y vincularse a algún conquistador para alcanzar un futuro mejor. Aquellas que no lo consiguen desempeñan varios oficios, como cocineras, tejedoras, vendedoras, etc., y según Vitale, un importante número se convierte en prostitutas.
La mujer tiene la labor de preservar los valores como la castidad y el honor, íntimamente ligado a la preservación de la virginidad que «tenía un doble significado físico y espiritual en la tradición cristiana, pero también implicaba importantes connotaciones sociales. Al denotar una condición física, también simbolizaba la castidad y el respeto de los cánones morales de la iglesia. La virginidad era muy importante dentro de la política, de los intereses matrimoniales y familiares, en la medida en que una novia virgen representaba una línea segura de sucesión libre de indeseables manchas o intrusiones. En tiempos de la Colonia, la doncella era distinta a la soltera. La primera era virgen, la última, no».1
Pero cuando los conquistadores llegan al Nuevo Mundo, ya existen comunidades matriarcales, por lo que ese criterio de virginidad en las mujeres indígenas difiere del de las españolas, para estupor de los cronistas recién llegados. Silvanus Morley en La civilización maya2 aduce que «a la mujer soltera con uno o más hijos ilegítimos no se le hace más difícil conseguir un compañero que a sus hermanas más virtuosas» en las culturas mesoamericanas. En el mismo sentido, el cronista Fernández de Oviedo, en su Historia general y natural de las Indias, dirá que: «En cierta fiesta muy señalada e de mucha gente [...] es costumbre que las mujeres tienen libertad, en tanto que dura la fiesta —que es de noche— de se juntar con quien se lo paga o a ellas les placen, por principales que sean ellas en sus maridos. E pasada aquella noche, no hay de por ahí adelante sospecha ni obra del tal cosa, ni se hace más de una vez en el año [...] ni se sigue castigo ni celo ni otra pena por ello».
Ante esta perspectiva, la administración colonial reserva para las mujeres un lugar de vasallaje, donde el recogimiento en el hogar, la fidelidad y el decoro son las virtudes que amparan la moralidad de una esposa y, puesto que uno de los pilares donde se asienta la sociedad colonial es la familia, la soltería en la mujer será deshonrosa. Según el artículo de Carolina A. Navarrete González La mujer tras el velo: Construcción de la vida cotidiana en el Reino de Chile y en el resto de América Latina durante la Colonia, las doncellas, que se casan tempranamente, son un negocio para los padres que eligen sus candidatos de acuerdo a los bienes que aportan a la sociedad conyugal, si bien «la soltería femenina en los primeros años de la conquista no existió. Todas las mujeres en edad de casarse, fueran mestizas o criollas, eran solicitadas de inmediato por los españoles para perpetuar su apellido en el Nuevo Mundo».3 Pero muchas de ellas optan por el retiro conventual para evitar el vínculo al que son sometidas. Tal es el caso de la chilena Úrsula Suárez, que prefiere ingresar en el Monasterio de las Clarisas a los 12 años (edad mínima para casarse con el solo consentimiento del padre), según testimonia en su Relación autobiográfica, ante la angustia que le provoca la perseverancia de su madre por casarla. Úrsula identifica el matrimonio con la muerte.
Aunque no se ha encontrado suficiente información acerca de la representación femenina durante la Conquista, la interacción de la mujer indígena con la sociedad española le permitió servir de agente mediador entre ambas civilizaciones, logrando además vencer el anonimato histórico gracias a su actitud rebelde; se trata de mujeres que rompen con los convencionalismos de la época y adquieren notoriedad por actos relevantes, como es el caso de La Malinche, amante de Hernán Cortés, de Inés Suárez, compañera del conquistador Pedro de Valdivia, de la cacica Anacaona, que desafía a los colonizadores en La Española o de la aventurera donostiarra Catalina de Erauso, la monja Alférez.
(1) Asunción Lavrin (coord.), Sexualidad y matrimonio en la América hispánica, Madrid: Ed.Grijalbo, 1991, pp. 24-25. ^
(2) Extraído de Luis Vitale, «La condición de la mujer en la colonia y la consolidación del patriarcado», 1981. ^
(3) En Espéculo, Revista de estudios literarios, n.º 36, 2007, Universidad Complutense de Madrid. ^
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La mujer en la colonia
Por M. Ángeles Vázquez
Durante las primeras décadas del siglo xvi la corona española estimuló la emigración familiar para evitar que los conquistadores se mezclaran con las nativas, para mantener la pureza de sangre y la garantía de una continuidad cultural. A pesar de todo, el número de mujeres que llegó a América es escaso. Por tanto, las relaciones sexuales interétnicas fueron una constante durante la época colonial.
Según el historiador chileno Luis Vitale, las mujeres blancas que desembarcan en América, lo hacen con la intención de establecerse y vincularse a algún conquistador para alcanzar un futuro mejor. Aquellas que no lo consiguen desempeñan varios oficios, como cocineras, tejedoras, vendedoras, etc., y según Vitale, un importante número se convierte en prostitutas.
La mujer tiene la labor de preservar los valores como la castidad y el honor, íntimamente ligado a la preservación de la virginidad que «tenía un doble significado físico y espiritual en la tradición cristiana, pero también implicaba importantes connotaciones sociales. Al denotar una condición física, también simbolizaba la castidad y el respeto de los cánones morales de la iglesia. La virginidad era muy importante dentro de la política, de los intereses matrimoniales y familiares, en la medida en que una novia virgen representaba una línea segura de sucesión libre de indeseables manchas o intrusiones. En tiempos de la Colonia, la doncella era distinta a la soltera. La primera era virgen, la última, no».1
Pero cuando los conquistadores llegan al Nuevo Mundo, ya existen comunidades matriarcales, por lo que ese criterio de virginidad en las mujeres indígenas difiere del de las españolas, para estupor de los cronistas recién llegados. Silvanus Morley en La civilización maya2 aduce que «a la mujer soltera con uno o más hijos ilegítimos no se le hace más difícil conseguir un compañero que a sus hermanas más virtuosas» en las culturas mesoamericanas. En el mismo sentido, el cronista Fernández de Oviedo, en su Historia general y natural de las Indias, dirá que: «En cierta fiesta muy señalada e de mucha gente [...] es costumbre que las mujeres tienen libertad, en tanto que dura la fiesta —que es de noche— de se juntar con quien se lo paga o a ellas les placen, por principales que sean ellas en sus maridos. E pasada aquella noche, no hay de por ahí adelante sospecha ni obra del tal cosa, ni se hace más de una vez en el año [...] ni se sigue castigo ni celo ni otra pena por ello».
Ante esta perspectiva, la administración colonial reserva para las mujeres un lugar de vasallaje, donde el recogimiento en el hogar, la fidelidad y el decoro son las virtudes que amparan la moralidad de una esposa y, puesto que uno de los pilares donde se asienta la sociedad colonial es la familia, la soltería en la mujer será deshonrosa. Según el artículo de Carolina A. Navarrete González La mujer tras el velo: Construcción de la vida cotidiana en el Reino de Chile y en el resto de América Latina durante la Colonia, las doncellas, que se casan tempranamente, son un negocio para los padres que eligen sus candidatos de acuerdo a los bienes que aportan a la sociedad conyugal, si bien «la soltería femenina en los primeros años de la conquista no existió. Todas las mujeres en edad de casarse, fueran mestizas o criollas, eran solicitadas de inmediato por los españoles para perpetuar su apellido en el Nuevo Mundo».3 Pero muchas de ellas optan por el retiro conventual para evitar el vínculo al que son sometidas. Tal es el caso de la chilena Úrsula Suárez, que prefiere ingresar en el Monasterio de las Clarisas a los 12 años (edad mínima para casarse con el solo consentimiento del padre), según testimonia en su Relación autobiográfica, ante la angustia que le provoca la perseverancia de su madre por casarla. Úrsula identifica el matrimonio con la muerte.
Aunque no se ha encontrado suficiente información acerca de la representación femenina durante la Conquista, la interacción de la mujer indígena con la sociedad española le permitió servir de agente mediador entre ambas civilizaciones, logrando además vencer el anonimato histórico gracias a su actitud rebelde; se trata de mujeres que rompen con los convencionalismos de la época y adquieren notoriedad por actos relevantes, como es el caso de La Malinche, amante de Hernán Cortés, de Inés Suárez, compañera del conquistador Pedro de Valdivia, de la cacica Anacaona, que desafía a los colonizadores en La Española o de la aventurera donostiarra Catalina de Erauso, la monja Alférez.
(1) Asunción Lavrin (coord.), Sexualidad y matrimonio en la América hispánica, Madrid: Ed.Grijalbo, 1991, pp. 24-25. ^
(2) Extraído de Luis Vitale, «La condición de la mujer en la colonia y la consolidación del patriarcado», 1981. ^
(3) En Espéculo, Revista de estudios literarios, n.º 36, 2007, Universidad Complutense de Madrid. ^
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Siglo de Oro español.
El Siglo de Oro español
Quizás nuestro más brillante y prolífico periodo; años en que el imperio español era conocido en el mundo entero por su dominio imperial y por su producción artística.
Podríamos considerar que el Siglo de Oro español comienza en la segunda mitad del siglo XVI, cuando tras las crisis sociales surgidas en Castilla, Valencia y Mallorca, Carlos I estabiliza su Imperio y consolida un Estado Moderno con una Monarquía absoluta. Social y económicamente, España encara una fase de expansión. La plata de los tesoros que se extraen de América, así como la herencia que el Rey acopia en sus manos de reinos de medio Europa favorecen al desarrollo del país.
La creatividad y la producción artística empiezan a desarrollarse poco más tarde, a finales ya del siglo, con el Renacimiento. Entrados ya en el XVII, y mientras la sociedad española empieza a vivir su declive, producto de la progresiva ruina a la que se ve sometido el Estado español para mantener todas sus colonias, el Siglo de Oro, en su vertiente cultural llega a su auge de la mano de nuevas corrientes artísticas: el Manierismo y el Barroco.
La expulsión de los moriscos, las guerras de separación de Portugal y Cataluña, los bandidos, la falta de recursos que provenían de América, cada vez más escasos, inciden en el proceso expansionista del Imperio. Comienzas las derrotas exteriores y con ellas, el desmembramiento del Reino.
Pero tradicionalmente, hablar del Siglo de Oro español, es relacionarlo con la cultura. Juan Luis Vives, seguidor de Erasmo, los hermanos De Valdés, o Francisco de Vitoria, fueron los primeros que comenzaron a destacarse en el ámbito literario, todos de marcado índole económico, como poco más tarde, lo fueron Martín de Azpilcueta y Tomás de Mercado. Las ciencias experimentales comenzaron a florecer. Surgieron centros de estudio como la Casa de la Contratación o la Biblioteca de El Escorial. Y como consecuencia, se desarrollaron otras ciencias aplicadas, como las navales, la cartografía o la minería.
Paralelamente, a mediados del XVI, la literatura renacentista también empezó a dar sus primeros frutos importantes de la mano de Garcilaso de la Vega, de clara inspiración italiana, y de Fray Luis de León. en novelas, surgió con fuerza el género picaresco con “El Lazarillo de Tormes” en el año 1554. En literatura mística, Teresa de Jesús se convirtió en una de las grandes poetas no de la época, sino de todos los tiempos de la literatura hispana.
Ya en el siglo XVII, la crisis económica y social, fomentó el gusto por el espectáculo; las clases populares dieron un paso al frente e intentaron en el campo de las artes ofrecer una expresión al mundo de la situación qeu se vivía. La ostentación, la extroversión… el Barroco español conoció una época gloriosa: Francisco de Quevedo, representante del conceptismo, firme defensor de la moral, y gran escritor de poemas amorosos. Luis de Góngora, el mayor exponente del culteranismo con su “Fábula de Polifemo y Galatea” (1613). Los ensayos renacen con Baltasar Gracián y su “Criticón“, y sobre todo, la narrativa hispana de la mano del propio Quevedo con su “Buscón“, Mateo Alemán y su “Guzmán de Alfarache” o Miguel de Cervantes con la obra cumbre de la literatura española: “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha“.
Por último, enmarcado también dentro del Barroco español, no podía quedarse atrás el teatro, y de esta época es también nuestro mayor exponente, el Fénix de los Ingenios, el prolífico dramaturgo Lope de Vega, autor de grandes obras como “El Caballero de Olmedo” o “Fuenteovejuna“. Tirso de Molina, con “El burlador de Sevilla” o Calderón de la Barca, otro de nuestros grandes autores, con “La vida es sueño” y “El Alcalde de Zalamea“, son también claros representantes de nuestro Siglo de Oro.
Pero no sólo en el terreno literario destacamos en esta época, pues este boom artístico llegó a otras ramas artísticas como la arquitectura, con la construcción de el monasterio de El Escorial, obra de Juan de Herrera.
En pintura, El Greco, José de Ribera, Zurbarán, y sobre todo, Murillo y Velázquez se convirtieron maestros de talla mundial: “La Rendición de Breda“, “La venus del Espejo“, “Las Hilanderas“…
El Siglo de Oro fue para todos un grito a los sentidos, a la expresión en todas sus artes, a la elevación del espíritu, y a la grandeza de un Imperio venido a menos, pero que durante más de un siglo se convirtió en el centro mundial artístico. El Siglo de oro es , hoy por hoy, nuestro Siglo.
Quizás nuestro más brillante y prolífico periodo; años en que el imperio español era conocido en el mundo entero por su dominio imperial y por su producción artística.
Podríamos considerar que el Siglo de Oro español comienza en la segunda mitad del siglo XVI, cuando tras las crisis sociales surgidas en Castilla, Valencia y Mallorca, Carlos I estabiliza su Imperio y consolida un Estado Moderno con una Monarquía absoluta. Social y económicamente, España encara una fase de expansión. La plata de los tesoros que se extraen de América, así como la herencia que el Rey acopia en sus manos de reinos de medio Europa favorecen al desarrollo del país.
La creatividad y la producción artística empiezan a desarrollarse poco más tarde, a finales ya del siglo, con el Renacimiento. Entrados ya en el XVII, y mientras la sociedad española empieza a vivir su declive, producto de la progresiva ruina a la que se ve sometido el Estado español para mantener todas sus colonias, el Siglo de Oro, en su vertiente cultural llega a su auge de la mano de nuevas corrientes artísticas: el Manierismo y el Barroco.
La expulsión de los moriscos, las guerras de separación de Portugal y Cataluña, los bandidos, la falta de recursos que provenían de América, cada vez más escasos, inciden en el proceso expansionista del Imperio. Comienzas las derrotas exteriores y con ellas, el desmembramiento del Reino.
Pero tradicionalmente, hablar del Siglo de Oro español, es relacionarlo con la cultura. Juan Luis Vives, seguidor de Erasmo, los hermanos De Valdés, o Francisco de Vitoria, fueron los primeros que comenzaron a destacarse en el ámbito literario, todos de marcado índole económico, como poco más tarde, lo fueron Martín de Azpilcueta y Tomás de Mercado. Las ciencias experimentales comenzaron a florecer. Surgieron centros de estudio como la Casa de la Contratación o la Biblioteca de El Escorial. Y como consecuencia, se desarrollaron otras ciencias aplicadas, como las navales, la cartografía o la minería.
Paralelamente, a mediados del XVI, la literatura renacentista también empezó a dar sus primeros frutos importantes de la mano de Garcilaso de la Vega, de clara inspiración italiana, y de Fray Luis de León. en novelas, surgió con fuerza el género picaresco con “El Lazarillo de Tormes” en el año 1554. En literatura mística, Teresa de Jesús se convirtió en una de las grandes poetas no de la época, sino de todos los tiempos de la literatura hispana.
Ya en el siglo XVII, la crisis económica y social, fomentó el gusto por el espectáculo; las clases populares dieron un paso al frente e intentaron en el campo de las artes ofrecer una expresión al mundo de la situación qeu se vivía. La ostentación, la extroversión… el Barroco español conoció una época gloriosa: Francisco de Quevedo, representante del conceptismo, firme defensor de la moral, y gran escritor de poemas amorosos. Luis de Góngora, el mayor exponente del culteranismo con su “Fábula de Polifemo y Galatea” (1613). Los ensayos renacen con Baltasar Gracián y su “Criticón“, y sobre todo, la narrativa hispana de la mano del propio Quevedo con su “Buscón“, Mateo Alemán y su “Guzmán de Alfarache” o Miguel de Cervantes con la obra cumbre de la literatura española: “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha“.
Por último, enmarcado también dentro del Barroco español, no podía quedarse atrás el teatro, y de esta época es también nuestro mayor exponente, el Fénix de los Ingenios, el prolífico dramaturgo Lope de Vega, autor de grandes obras como “El Caballero de Olmedo” o “Fuenteovejuna“. Tirso de Molina, con “El burlador de Sevilla” o Calderón de la Barca, otro de nuestros grandes autores, con “La vida es sueño” y “El Alcalde de Zalamea“, son también claros representantes de nuestro Siglo de Oro.
Pero no sólo en el terreno literario destacamos en esta época, pues este boom artístico llegó a otras ramas artísticas como la arquitectura, con la construcción de el monasterio de El Escorial, obra de Juan de Herrera.
En pintura, El Greco, José de Ribera, Zurbarán, y sobre todo, Murillo y Velázquez se convirtieron maestros de talla mundial: “La Rendición de Breda“, “La venus del Espejo“, “Las Hilanderas“…
El Siglo de Oro fue para todos un grito a los sentidos, a la expresión en todas sus artes, a la elevación del espíritu, y a la grandeza de un Imperio venido a menos, pero que durante más de un siglo se convirtió en el centro mundial artístico. El Siglo de oro es , hoy por hoy, nuestro Siglo.
lunes, 13 de abril de 2009
LA PESTE NEGRA O BUBÓNICA.
Cursos ALa Peste Negra de 1348
“Y había muchos que morían en la calle de día o de noche, y otros, aunque morían en casa, notificaban a sus vecinos su muerte con el olor de sus cuerpos corrompidos.”
Bocaccio, Decamerón (1351).
Cuando se evoca el siglo XIV europeo, la imagen que devuelve la historia es la de crisis total. Durante estos años Guerra, Peste, Hambre y Muerte no fueron cuatro jinetes simbólicos que cabalgaban en el libro del Apocalipsis de Juan, sino la realidad cotidiana con la que Europa despedía al período medieval.
Al comenzar el siglo XIV, el mal clima y las escasas cosechas encarecieron el precio de los productos, haciendo cada vez más imposible que los modestos campesinos accedieran a una alimentación básica y facilitando el debilitamiento de las defensas inmunológicas. Al hambre general pronto se le sumó una guerra devastadora para Inglaterra y Francia: en 1339 comenzó la Guerra de los Cien Años, que contribuyó aún más a debilitar la actividad económica por las grandes pérdidas humanas y la destrucción de los campos.
En estas condiciones, la importante ciudad comercial de Florencia comienza a experimentar extrañas muertes masivas, y los primeros síntomas de una peste comienzan a manifestarse en 1348. Los barcos que atracan en los puertos italianos, venidos de Oriente, transportan ratas infectadas que, a través de sus pulgas, transmiten la bacteria a la población humana.
Esta enfermedad infecto-contagiosa, se manifestaba de distintas maneras: bubónica (infección a través de la pulga o rata, inflamación de ganglios), neumónica (contagio a través del aire infectado, de una persona a otra) y septicémica (la bacteria se multiplica en la sangre infectando todo el organismo). Los síntomas típicos eran la fiebre, náuseas, sed y cansancio.
Sobre las causas de la peste se especuló mucho, con escasos resultados. Algunos creían que se debía a una corriente de aire procedente del suelo, y señalaban que recientes temblores habían liberado vapores insalubres desde las profundidades. Con el fin de ahuyentar estos aires nocivos, se comenzaron a usar remedios populares como ramilletes de aromas y vapor de especias en los interiores.
Durante el siglo XIV, la medicina se contentaba con la doctrina antigua clásica, deformada por una dialéctica teórica y poco experimental. Nadie osaba, salvo en Italia y España, recurrir de manera abierta a la ciencia judía y árabe. Por el contrario, para explicar la peste, se prefirió invocar a la conjunción de los astros y la mala reputación de Marte. Los remedios a los que se recurrían los médicos eran contraindicados, como el evitar toda corriente de aire.
Por su lado, la Iglesia y los moralistas creyeron que la Peste Negra era una manifestación de la ira de Dios por los pecados del hombre, por lo que reclamaron una renovación moral de la sociedad. Pequeñas peregrinaciones de hombres con el torso desnudo desfilaban futigándose con látigos sus espaldas en señal de arrepentimiento. Además de estos flagelantes, los temores de la época quedaron plasmados en las representaciones de la Danza de la Muerte, en las que un esqueleto que representaba la muerte azarosa se llevaba danzando a jóvenes y adultos, ricos y pobres, a todos sin distinciones sociales o religiosas.
Lo cierto es que la mortalidad provocada por la Peste Negra de 1348, calculada en unos 25 millones de personas, se agravó con dos nuevas epidemias en 1360 y 1371, que dificultaron la recuperación demográfica del continente. La población de Europa, que en 1340 se calculaba en 73,5 millones de habitantes, era de 50 millones en 1450. Durante los siguientes siglos, la enfermedad permaneció endémica en la población, y desapareció gradualmente tras 1670, año de la Gran Plaga de Londres.
“Y había muchos que morían en la calle de día o de noche, y otros, aunque morían en casa, notificaban a sus vecinos su muerte con el olor de sus cuerpos corrompidos.”
Bocaccio, Decamerón (1351).
Cuando se evoca el siglo XIV europeo, la imagen que devuelve la historia es la de crisis total. Durante estos años Guerra, Peste, Hambre y Muerte no fueron cuatro jinetes simbólicos que cabalgaban en el libro del Apocalipsis de Juan, sino la realidad cotidiana con la que Europa despedía al período medieval.
Al comenzar el siglo XIV, el mal clima y las escasas cosechas encarecieron el precio de los productos, haciendo cada vez más imposible que los modestos campesinos accedieran a una alimentación básica y facilitando el debilitamiento de las defensas inmunológicas. Al hambre general pronto se le sumó una guerra devastadora para Inglaterra y Francia: en 1339 comenzó la Guerra de los Cien Años, que contribuyó aún más a debilitar la actividad económica por las grandes pérdidas humanas y la destrucción de los campos.
En estas condiciones, la importante ciudad comercial de Florencia comienza a experimentar extrañas muertes masivas, y los primeros síntomas de una peste comienzan a manifestarse en 1348. Los barcos que atracan en los puertos italianos, venidos de Oriente, transportan ratas infectadas que, a través de sus pulgas, transmiten la bacteria a la población humana.
Esta enfermedad infecto-contagiosa, se manifestaba de distintas maneras: bubónica (infección a través de la pulga o rata, inflamación de ganglios), neumónica (contagio a través del aire infectado, de una persona a otra) y septicémica (la bacteria se multiplica en la sangre infectando todo el organismo). Los síntomas típicos eran la fiebre, náuseas, sed y cansancio.
Sobre las causas de la peste se especuló mucho, con escasos resultados. Algunos creían que se debía a una corriente de aire procedente del suelo, y señalaban que recientes temblores habían liberado vapores insalubres desde las profundidades. Con el fin de ahuyentar estos aires nocivos, se comenzaron a usar remedios populares como ramilletes de aromas y vapor de especias en los interiores.
Durante el siglo XIV, la medicina se contentaba con la doctrina antigua clásica, deformada por una dialéctica teórica y poco experimental. Nadie osaba, salvo en Italia y España, recurrir de manera abierta a la ciencia judía y árabe. Por el contrario, para explicar la peste, se prefirió invocar a la conjunción de los astros y la mala reputación de Marte. Los remedios a los que se recurrían los médicos eran contraindicados, como el evitar toda corriente de aire.
Por su lado, la Iglesia y los moralistas creyeron que la Peste Negra era una manifestación de la ira de Dios por los pecados del hombre, por lo que reclamaron una renovación moral de la sociedad. Pequeñas peregrinaciones de hombres con el torso desnudo desfilaban futigándose con látigos sus espaldas en señal de arrepentimiento. Además de estos flagelantes, los temores de la época quedaron plasmados en las representaciones de la Danza de la Muerte, en las que un esqueleto que representaba la muerte azarosa se llevaba danzando a jóvenes y adultos, ricos y pobres, a todos sin distinciones sociales o religiosas.
Lo cierto es que la mortalidad provocada por la Peste Negra de 1348, calculada en unos 25 millones de personas, se agravó con dos nuevas epidemias en 1360 y 1371, que dificultaron la recuperación demográfica del continente. La población de Europa, que en 1340 se calculaba en 73,5 millones de habitantes, era de 50 millones en 1450. Durante los siguientes siglos, la enfermedad permaneció endémica en la población, y desapareció gradualmente tras 1670, año de la Gran Plaga de Londres.
domingo, 22 de marzo de 2009
¿Cómo te pareció La Celestina?
La Celestina es la obra más representativa del siglo XV. Con ella se pone fin a la literatura medieval castellana y se anuncia el Renacimiento. Su autor es Fernando de Rojas el famoso bachiller de Salamanca. El tema de su obra es el amor. Pero sus personajes ya no representan el amor cortés: Calisto se deja llevar por una pasión incontrolada y egoísta y por esta razón acude a los servicios de una alcahueta bruja, Celestina, quien por medio de filtros y hechizos logra vencer la resistencia de Melibea que, si bien es doncella, ya no es la dama que inspira amor y deseos de perfección en el amado.
Luego de leer la obra qué opinas sobre ella?
Luego de leer la obra qué opinas sobre ella?
domingo, 8 de marzo de 2009
miércoles, 4 de marzo de 2009
Importancia de leer.
La lectura es una herramienta que favorece la construcción del conocimiento, ayuda a desarrollar la competencia comunicativa, mejora la ortografía, lleva a conocer mundos posibles, aumenta nuestra cultura general y posibilita la capacidad de comprensión d ediversos tipos de textos.
miércoles, 18 de febrero de 2009
¿Por qué es importante el lenguaje?
El lenguaje es la herramienta principal para lacomunicación en los seres humanos.
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